Una no se prepara para la pérdida.
Conoce las sensaciones del embarazo, los diferentes
estadios, qué puede esperar, cómo desearía que acontecieran los hechos.
Conoce el trabajo de parto, el parto, el postparto. Sabe lo
que desearía que sucediera y a lo que no desea exponerse. Conoce lo que se
desencadena con la llegada.
Y sé que desear, conocer, asomarse, no quiere decir tener el
control: nuestros hijos tienen sus propios planes desde los primeros instantes.
Pero la pérdida, por temprana que sea, no es algo a lo que
nos preparemos, aunque sepas que puede suceder. No te preguntas qué
procedimientos serían los más adecuados o qué situaciones desearías evitar. No
habías previsto que con la pérdida una misma se pierde también. No sabías, por
muchas experiencias que hayas compartido con otras mujeres, que la pérdida está
marcada por la soledad. No sabías del viaje interior que supone bajar hasta las
profundidades de tu útero para acompañar a tu sangre, tus tejidos y tus
esperanzas. No sabías hasta qué punto la pérdida es muda, y casi sorda también,
en nuestra sociedad.
He atravesado esta experiencia adentrándome en diferentes
espirales, a veces a tientas, a veces con una firmeza que arrancaba de mis
adentros… instinto tal vez sea su nombre. Y en el momento que asumí lo que
estaba sucediendo, me centré en vivenciar con consciencia y confianza la
despedida. Pero hasta llegar a ese punto, viví con gran angustia la situación.
Primero la incredulidad, te reafirmas minuto a minuto en que
todo va bien. Después la incertidumbre, las horas de espera en el hospital, los
exámenes que te cuestionas si son o no realmente necesarios, las ganas de salir
por la puerta y tumbarte a oscuras, en calma, a dejar que tu cuerpo fluya.
Negada a vivir esta experiencia rodeada de extraños en una sala de espera.
Cuando se interrumpe el embarazo una no atiende a semanas de
gestación, a causas posibles, a tópicos o palabras condescendientes. Celebras
que sus corazones no hubieran comenzado a latir, por ellos, porque para mí, la
pérdida está ahí. No puedes aceptar, por poco margen que haya habido, que se
diga que no pasa nada, que te empujen a vivirlo como algo transitorio, como una
menstruación más, invitándome mirar hacia otro lado, fijando la meta en el
próximo embarazo desde ya. Porque no es así, no puedo sentirlo así: se han
unido dos esencias volcadas en mí y, en respuesta, mi cuerpo ha segregado
hormonas y agudizado mi instinto, activando toda su maquinaria de protección para
rendir al servicio de la vida millones de células y recursos. Y eso es mucho
más que nada. Merece su espacio y su reconocimiento.
Cuando alcancé a desenredarme los temores y miré frente a
frente los hechos, me acerqué a mi cuerpo desde la honestidad y aceptación,
entregándome con confianza al legado femenino que en él habita. Repitiéndome a
mí misma que no había cabida para el miedo, que mi cuerpo, por doloroso que
pueda resultar, también sabe cómo actuar en estos casos. Recordando que está
preparado para esto, que forma parte de mi sexualidad. Y así dejaba vibrar,
cual mantra, que mi cuerpo… también sabe abortar.
Sin cesar mi ritmo, porque en nuestra sociedad no es visible
la recuperación física y emocional que supone una pérdida tan temprana, me
propuse honrar a mi cuerpo en lucha y a la vida, en cualquiera de sus formas,
que lo había estado habitando hasta el momento y ahora se desprendía.
Así,
fui recogiendo aquellos tejidos que brotaban de mí y fui posándolos con cariño
en un hermoso geranio a punto de florecer. Ayudándome este sencillo gesto en el primer
duelo, construyendo mi puente, acercándome al equilibrio emocional que se
tambaleaba al entrar en contacto con cualquiera que no fuese yo misma y esa magia
que me abandonaba. Tratando de hacer volar los pájaros de la culpabilidad. Buscando
mi centro. Aprendiendo que en realidad, todo está bien, aunque duela.
Respirando hondo. Visualizando el cariño. El camino que
recorremos.
A solas, en nuestra lenta despedida, estas vidas que
surcaron velozmente mi interior y yo misma.